
«Si pudiera volver atrás, no denunciaría». El coste emocional de señalar al agresor: al habla tres mujeres que dieron un paso al frente
Es cuestión de justicia, pero también es habitual valorar el coste emocional que implica.
¿Vale la pena denunciar? ¿Realmente “sirve” para algo en términos de reparación? ¿Es un camino, dentro de lo que cabe, amable? Son dudas habituales cuando hablamos de violencia machista porque, qué casualidad, el tratamiento que se hace de las víctimas en estos casos es “ligeramente” distinto a las que denuncian por otros delitos. Quien toma la decisión de denunciar a menudo se pregunta si realmente el coste emocional merece la pena.
Lo hemos visto últimamente a través de dos casos mediáticos cuyas grabaciones del juicio se filtraron: la denuncia de Elisa Mouliaá a Iñigo Errejón por agresión sexual, y la de Jennifer Hermoso a Rubiales por el famoso “piquito”. Las preguntas del juez a la actriz fueron, además de innecesarias, repugnantes, mientras que el juez del caso Rubiales tuvo que recordar más de una vez a los acusados en calidad de qué estaban sentados en esa sala.
Para tratar de conocer un poco más de cerca cómo es un proceso de denuncia por violencia machista, y ahora que el 8M se acerca y este será uno de los grandes temas de conversación, hemos contactado con tres mujeres víctimas de diferentes agresiones que sí decidieron interponer la demanda e ir a juicio (a quienes identificamos con una inicial para preservar su anonimato), y con Verónica Morillo Baena, jurista con perspectiva de género y consultora de Igualdad.


El largo camino judicial tras la agresión
Hace unos seis años, M. (31) trabajaba en un polígono industrial en Fuenlabrada (Madrid). Un día que salió antes de la hora, alrededor de las 16h., de camino a coger el transporte público, alguien la agarró por detrás y le introdujo los dedos en la vagina. Logró zafarse de su agresor, que salió corriendo. En ese momento, llena de rabia y estupefacción, recordó que había visto a unos agentes de policía en su trayecto, así que se dio la vuelta en busca de ayuda. Enseguida uno de ellos salió en busca del tipo y de las grabaciones de las cámaras de seguridad de las naves del polígono para tratar de dar con él. El otro agente permaneció junto a ella. Varias personas de las tiendas se acercaron a ver qué sucedía. “Fue la primera vez del día que tuve que escuchar que llevaba un vestido muy corto. No fue la última, claro”, menciona M.
Después la llevaron al hospital, donde tuvo que volver a contar lo que había sucedido a la médica forense y al médico y la enfermera. “Estuve sola mucho tiempo, recuerdo todo aquello incómodo, traumático”, explica. Tras el examen médico, la llevaron a comisaría donde, además de escuchar nuevamente comentarios sobre su vestido, volvió a relatar lo sucedido para formalizar la denuncia.
Una vez interpuesta la denuncia, comenzó un largo periplo judicial. En este caso, la acusación no era M. como persona, sino la Fiscalía. Ella recibió información acerca de la ayuda a su alcance, como la psicológica y la judicial, pero desestimó ambas. Aceptó la orden de alejamiento que le propusieron, aunque con la duda de si, al hacerlo, en realidad quedaba más expuesta ante su agresor.
En la primera vista, con la fiscal y el abogado del agresor, volvió a contar lo que había pasado, y sintió que muchas preguntas cuestionaban su relato. “Salí con la sensación de que se había tratado mi caso con muy poca sensibilidad e interés”, lamenta M. En el juicio, donde se siguieron los protocolos estipulados en estos casos (no coincidir con el agresor, disponer de una pantalla), sí encontró una jueza con perspectiva de género que cortó muchas preguntas innecesarias e irrelevantes tanto de la defensa como de la fiscalía.
La sentencia fue favorable para la Fiscalía: es decir, el agresor terminó entrando en prisión (seguramente por reincidencia o acumulación de delitos). Sin embargo, para M. esto no acabó ahí. Como parte interesada, y a pesar de haber querido renunciar a saber más del tema con la intención de dar “carpetazo” al asunto, continúa seis años después recibiendo notificaciones con cada novedad que afecta al agresor: si tiene un permiso, si le dan la condicional, etc.
A la pregunta que les hemos planteado a todas las víctimas que hemos entrevistado sobre si merece la pena denunciar, M. contesta que sí y alude a otras mujeres más vulnerables. “En el polígono donde sucedió esto hay mucha comunidad china. Cuando se lo comenté a una compañera de trabajo, que es china, me dijo que, si esto les había pasado a otras mujeres de esta nacionalidad, seguramente ni se les hubiera pasado por la cabeza denunciar, o bien por estar en una situación irregular o bien por el idioma o bien por vergüenza o por miedo. Eso me hizo pensar que igual el agresor actuaba con cierta frecuencia de forma totalmente impune”, aclara.
Creo que está bien denunciar para identificar a esas personas como agresores, como depredadores, y para que reciban el mensaje de que sus actos tienen consecuencias. Basta ya de que seamos nosotras las que tenemos miedo.
“Si pudiera volver atrás, no denunciaría”
La pareja de R. (45), llevaba tiempo mezclando alcohol y medicación psiquiátrica, además de siendo infiel (de hecho, una de sus amantes llegó a enviarle fotos y un vídeo de ambos en la cama de la pareja). La noche que marcó el punto de inflexión él se puso especialmente violento. Discutieron y lanzó su teléfono por la ventana, arrojó contra ella todo lo que iba encontrando a su paso hasta alcanzarla, tirarla al suelo y patearla.
Ella consiguió levantarse y salir corriendo tras su hija, que ya estaba fuera de la casa pidiendo ayuda a un vecino. Cuando llegó la policía, ya sabían que no era el primer episodio de maltrato que sufría. “Estaba totalmente en shock y no me planteaba denunciar -explica la víctima-. Quería creer que lo que pasaba era fruto de la mezcla del alcohol y la medicación. Fue la policía quien me convenció de hacerlo. Me dijo que no podía dejar que mi hija pensara que aquello era normal”, cuenta.


Tras hablar con su abogada, a quien jamás había comentado lo que estaba sufriendo, decidió someterse al examen médico y poner la denuncia. “Tanto la policía como los médicos que vinieron a casa me trataron genial. Los problemas comenzaron en el Juzgado de Violencia nº7 de Madrid”, señala. Y es que, según su relato, testificar ante la jueza y el fiscal supuso una situación realmente tensa.
“Lo cuestionan todo cuando tú estás completamente vulnerable -asegura-. Salí de allí pensando en cómo lo pensarían otras mujeres que quizá tienen más problemas para hablar en público o un nivel más bajo de estudios, por ejemplo”. Salió del juzgado con una orden de alejamiento que prescribió a los 5 días porque, según la jueza y el fiscal, cuando su expareja abandonó el domicilio ella dejó de estar en riesgo. “A pesar de eso, él ha intentado entrar en casa muchas veces”, advierte.
Cuando le preguntamos si cree que denunciar ayuda a que otras mujeres se animen a hacerlo, su respuesta es clara: “No, especialmente si son conscientes del largo y doloroso proceso que hay que pasar. El sistema te deja totalmente desprotegida, a ti y a los niños. Si yo pudiera volver atrás, no pondría la denuncia. Simplemente solicitaría el divorcio”.


Alerta de revictimización
A. (36) volvía andando del trabajo cuando se dio cuenta de que un chico iba tras ella, aunque no le dio mayor importancia. Al final y al cabo, eran alrededor de las 18:30 de la tarde, una hora que no parece peligrosa. Tras detenerse un momento en un papelera, el hombre la adelanta y ella se fija en que lleva el teléfono de la mano de una forma “poco natural”. Su sorpresa llega cuando, en la estación de Renfe donde se dispone a coger un tren de vuelta a casa, se acerca alguien que se identifica como policía y le dice que cree que un varón ha podido estar grabando con el móvil por debajo de su falda. “Evidentemente, en cuanto oigo esto, ya sé a quién se refiere”, dice A. El policía le pregunta si quiere denunciar y ella, nerviosa, pregunta qué se suele hacer. El agente le anima a hacerlo y se ofrece a acompañarla hasta la comisaría. Allí le toman declaración y le piden una descripción física del agresor.
Los días siguientes, la víctima recibe algunas llamadas para afinar más la denuncia y explicarle los protocolos: le piden una descripción de su falda y la posibilidad de ver el vídeo junto con el juez para identificarse. “En ningún momento nadie me dice que voy a encontrarme con él”, señala A.


Lo que sucedió a continuación no sé si os sorprenderá: efectivamente, A. se persona en el Juzgado de Instrucción nº2 de Alcalá de Henares y, cuando avisa de su llegada, una de las personas que están en la sala se levanta y le pide que espere, que cree “que el chico está ahí”.
A. no sale de su asombro. “Me puse tremendamente nerviosa. Me llevaron a una sala de esas con paredes de cristal donde pude intuir a mi agresor fuera, en el pasillo. Me dijeron que por teléfono me habían advertido de que él estaría aquí, pero no fue así”. Mientras el personal consulta si la declaración puede ser, finalmente, por separado, A. aguarda en una sala, sola, durante una hora. “Recuerdo que cuando vino la mujer con la que había hablado por teléfono me dijo con cierta resignación que ‘esto era así’, y que muchas veces el denunciado parecía tener más protección que la víctima”.
Tras la burocracia pertinente, A. se identifica al ver unos minutos de un vídeo que prefiere no visionar entero. Antes de marcharse, reúne el valor suficiente para mostrar su descontento por lo sucedido, y se encuentra con un muro. “La jueza, sin tacto alguno, me dijo que estaba exagerando, que no era un asesino”. A pesar de ello, A. insiste en que siente miedo, pero se encuentra completamente invalidada.
Por suerte, ni el denunciado ni su acompañante se dirigieron a mí ni intentaron represalias de ningún tipo (me gustaría que quedase claro), pero no deja de ser una exposición innecesaria a que puedan hacerlo en un futuro, ya fuera de las dependencias, y también a que yo pueda reconocerles por la calle.
Cuando le preguntamos si volvería a denunciar, dice que no rotundamente. “Pese a las facilidades del principio, no compensa el estrés del resto del procedimiento, ni la falta de empatía del personal de jugado”, asegura. Y es que, según relata, esta no es la única vez que un hombre la ha incomodado. Ni a ella ni a todas las mujeres que conoce. “Si todas esas agresiones, incluidas las más ‘micro’ como la mía, son una cuestión del día a día de los juzgados, lo mínimo es no hacer sentir a la víctima una más y facilitar el proceso”.
Lo que a mí me genera verdadera impotencia es el trato del personal del juzgado en general, y el de la jueza en particular, que es capaz de despreciar el malestar de una persona que no está nada acostumbrada a darse paseos por comisaría y juzgados, comparándolo con su día a día profesional, y tratándolo de exageraciones y miedos desproporcionados.


Factores que influyen en la decisión de denunciar (o no)
Según Morillo Baena, tanto el miedo al qué dirán o a no ser creídas como sentirnos culpables de lo que nos ha pasado (por lo que llevábamos puesto, por la hora que era, por no haber puesto límites) son factores altamente influyentes a la hora de decidir poner o no la denuncia, pero también lo es el desconocimiento ante el proceso judicial. A menudo se percibe difícil, tedioso y retraumatizante (y así lo hemos visto en los testimonios anteriores).
Pero no podemos obviar que existen, además, otros obstáculos psicosociales a los que nos enfrentamos en función de varios factores. “Una mujer migrante puede tener miedo a la expulsión del país, una mujer víctima de violencia por parte de su pareja con quien tiene hijos o hijas en común es posible que se plantee si estos van a sufrir con su denuncia o una mujer que es víctima de acoso puede temer por su empleo”, explica la experta.
La presión social también está ahí. Por ejemplo, en un entorno rural donde todos los vecinos y vecinas se conocen y existen unas estructuras sociales con roles y estereotipos de género muy arraigados es un entorno hostil de cara a interponer una denuncia, ya que la mujer sabe que se enfrenta al rechazo social y al estigma.
En cuanto a la revictimización, Morillo Baena señala dos razones: los diseños de los procesos y la falta de formación en igualdad por parte de todos los operadores jurídicos. “Aunque afortunadamente la legislación ha avanzado mucho, la transversalidad patriarcal sigue presente”, explica, y alude a la falta de coordinación entre operadores que obliga a que las víctimas tengan que relatar lo sucedido de forma repetida y enfrentarse a todo tipo de cuestionamientos.
Además, existe un factor económico importante: aunque la asistencia jurídica es gratuita en estos casos, con frecuencia las mujeres optan por otras alternativas por falta de formación y/o información, así como la alteración en el ámbito laboral que conlleva enfrentarse a un proceso judicial.

