Todo lo que he aprendido sobre mí (y sobre los demás) desde que dejé de depilarme
Depilarse o no, he aquí la cuestión. La periodista Silvia Laboreo llega como firma invitada a Bloom para contar su camino hasta romper con la depilación.
Desde la adolescencia he tenido una relación, digamos que complicada, con mis pelos. Como hija de los 90 que soy, nunca vi ni un mínimo rastro de vello en la tele, ni en la publicidad, ni en la mayoría de piernas femeninas que se veían por debajo de las faldas y pantalones cortos en verano. Cero axilas peludas también. Y ni un solo pelo que se asomara aventurero por el borde del bañador.
Me provocaba un tedio absoluto todo lo que tuviera que ver con la depilación, pero cumplía con ella religiosamente. Aunque tenía mis pequeños trucos para hacer un poco de trampas frente a ese trámite.
Mi preferido era lo que yo llamaba la ‘depilación punk’ a.k.a aprovechar mis ocho dioptrías en cada ojo para –ris ras– pasarme la cuchilla bajo el agua de la ducha. Un corte en el tobillo por allí (cómo duelen los puñeteros), un caminito de pelos por allá, un poco de espuma y ya está: cresta estilo mohicano en mis piernas, por obra y gracia de una miopía galopante. O como me decían mis amigas, “tía, parece que te has depilado a bocaos”.
Recuerdo esas tardes pegajosas de verano, previas a ir a la piscina, cuando tocaba depilarse rápidamente. O el día antes de irme de vacaciones con mis amigas, pidiendo cita para las ingles por-lo-que-pudiera-pasar.
Conforme fui creciendo, la situación con mis pelos se fue haciendo más cuesta arriba. Desde no acabar la noche con alguien por tener pelos en las piernas o abrasarme de calor en pleno julio con vaqueros largos por ir sin depilar, estas son solo algunas de las anécdotas que me dejó mi última etapa quitándome el vello. Por no olvidar a mi madre escandalizada diciendo: “¡cómo vas a ir con estos pelos a la boda de tu hermana!”. Y no, no se refería a que me quedara mal el recogido de peluquería.
Hasta que algo en mí dijo que ya valía.
Esa pregunta fue el inicio de mi insurrección contra la depilación. No fue algo dramático, no se abrieron los cielos mientras un rayo de luz iluminaba mis piernas peludas. Simplemente, sucedió. Dejé de depilarme.
Los pelos comenzaron a crecer con fuerza, a arremolinarse entre mis axilas y a aventurarse a través de los hilos de algodón de mis medias. ‘Nature is healing’, supongo. Han pasado varios años desde ese momento revelador y aparte de ahorrarme bastante dinero no diría que mi vida haya sido muy diferente. No soy más rebelde ni valiente, no soy mejor feminista que aquellas que se depilan ni peor que otras que llevan más tiempo que yo con sus pelos. Simplemente, tomé una decisión y, como todas las decisiones, ha traído ciertos cambios y consecuencias.
Durante la primera época alejada de la cera de depilar, las maquinillas de afeitar y demás artilugios anti-pelos, puse en práctica lo que yo llamaba la depilación intermitente. O dicho de otro modo, a veces me depilaba, a veces no, dependiendo del contexto. Y aunque ya no era cien por cien obligatoria en mi vida, sí que es cierto que seguía utilizándola para salir del paso en ciertas situaciones sociales. ¿Cómo iba a ir a trabajar con tanto pelo en el sobaco?
La relación con mis pelos cambió, eso sí. Ya no me apresuraba a depilarme antes de una cita y empecé a ver la no-depilación como un filtro más para detectar quién merecía la pena. También aprendí a aceptar que mi cuerpo producía pelo en lugares inesperados, como el pezón, la línea del ombligo o los nudillos de los dedos de los pies. Y que eso no estaba mal. Ni tampoco bien. Simplemente estaba.
Pero una de las cosas más importantes que aprendí fue que no era más sucia o descuidada por no quitarme el vello ¿O acaso pensamos que un hombre es menos higiénico por no llevar las ingles depiladas? ¿En qué mundo podríamos llamar guarro a un chico que tiene las piernas peludas? Es divertido pensarlo sino fuera porque miles de mujeres en nuestro mundo han tenido que escuchar un ‘guarra’ no solicitado por ir con los pelos al viento.
También aprendí a aceptar que mi cuerpo producía pelo en lugares inesperados, como el pezón, la línea del ombligo o los nudillos de los dedos de los pies. Y que eso no estaba mal. Ni tampoco bien. Simplemente estaba.
Poco a poco, esa depilación intermitente se iba espaciando más y más. No te miento si te digo que no todo ha sido tan sencillo como tirar una cuchilla a la basura. Como decía, mi relación con el vello corporal cambió. Pero la manera en la que el resto del mundo los percibía siguió siendo parecida. Mientras yo veía un estupendo abrigo de pelo natural, mi madre veía dejadez. Mientras yo me sentía super poderosa por ir en el metro con falda corta y pelos largos, la mirada muy poco disimulada de algunos pasajeros me decía lo contrario.
Afortunadamente, ninguna de esas indiscreciones se ha transformado nunca en palabras desconsideradas. Y mi madre ha aceptado por fin que su hija tiene pelo no solo en la cabeza. Conforme pasaba el tiempo, también aprendí a ignorar las miradas indiscretas. E incluso superé mi miedo a ir a trabajar sin depilar ¿Si Julia Roberts mostró su vello con naturalidad en la alfombra roja, por qué me iba a avergonzar yo por llevar mis pelos a la oficina?
[…] empecé a ver la no-depilación como un filtro más para detectar quién merecía la pena.
Hace meses, mi sobrino de seis años vio mis axilas sin depilar cuando nos despedíamos. Me dijo: “tía, tienes pelos en los sobacos”. “Sí, claro, ¿y te importa?”, le contesté divertida. “No, me encanta tía”, y me plantó un besazo de despedida. Envidié su actitud natural, inocente y sin prejuicios, abierto a entender mejor que cualquier adulto que es normal tener pelos como su tía o no tenerlos como su madre.
Tengo amigas que se han hecho la láser y eliminado hasta el último vello de su cuerpo. Otras que lucen su bigote y cejas salvajes con orgullo. También las hay intermitentes: a temporadas llevan pelo en las piernas y en otros momentos su piel es lisa totalmente. Algunas han dejado de depilarse solo una parte y muestran sus axilas peludas teñidas de rosa en Internet. Todas están estupendas. Al final, lo importante no es que te dejes pelo o no, sino que tu decisión sea libre, sin culpa y no seas juzgada por ella, sea la que sea. Puedes ser feliz con un pelo, con dos o con miles de ellos.
Termino este artículo mientras me acaricio las piernas peludas y pienso que quizás llegue un momento en el que las nuevas generaciones de mujeres no vean la depilación como un asunto tedioso, un trámite que hay que hacer. Ni siquiera como algo obligatorio. Ojalá muy pronto ninguna adolescente tenga que recurrir a la “depilación punk” si no quiere pasar por ella. Y, por dios, esto sí, prometedme que no os vais a quedar nunca sin pasarlo bien por culpa de unos pocos pelos.