No las llames brujas, llámalas matronas del pasado. Cómo la Edad Moderna expulsó a las mujeres de la medicina.

La quema de brujas nos quitó el poder sobre nuestro cuerpo. Siglos después, seguimos pagando las consecuencias.

agosto 3, 2025 Escrito por Sara G. Pacho

Licenciada en Sociología por la Universidad de Salamanca y en Periodismo por la Universidad Carlos III de Madrid.

Revisado por el equipo de expertas de Bloom, plataforma especializada en salud femenina.

En 1610, en el pequeño pueblo de Zugarramurdi, al norte de Navarra, una oleada de histeria colectiva propició una caza de brujas entre los propios vecinos y vecinas. Un total de 31 personas fueron acusadas en el valle de Baztán del crimen de brujería, que “consistía en una supuesta magia dañina y el uso de poderes sobrenaturales otorgados por el diablo para dañar a los vecinos, hacer infértiles a hombres, o traer desgracias a toda la comunidad”. No se trata de un hecho aislado: entre los siglos XV y XVIII decenas de miles de mujeres fueron perseguidas en Europa y América por brujas.

Tradicionalmente se asocia este oscuro y largo episodio de la historia con supersticiones de la Edad Media, pero lo cierto es que esta persecución alcanzó su punto álgido en la Edad Moderna bajo un paraguas de fundamentos ideológicos para identificar y denunciar a las mujeres sospechosas. Y es que, lejos de las escobas voladoras y los pactos del diablo, el crimen de estas féminas era ser herederas de un saber ancestral sobre el cuerpo, la fertilidad, la medicina de las plantas y los ciclos. Su condena fue, por tanto, el resultado de un proceso de represión sistemática (algo que hoy podríamos llamar, quizá, antifeminismo) que tuvo el objetivo de borrar el conocimiento femenino, despojar a las mujeres de sus oficios y poner en manos de los hombres los saberes sobre la vida y la muerte.

Caza de brujas o control social

“Caza de brujas” es un concepto que se ha quedado en nuestra vocabulario, pero seguramente pocas veces reflexionamos acerca de su origen. Quemaban a las brujas en la hoguera, pero… ¿por qué lo hacían? ¿De dónde salió esa creencia de que eran una especie de enviadas del diablo de las que había que defenderse? Este proceso de misoginia se coció a fuego lento durante décadas hasta llegar al punto en el que a nadie le resultaba especialmente extravagante que una de sus vecinas fuera acusada de volar por las noches, organizar aquelarres sangrientos y tener encuentros sexuales con el mismísimo Diablo. 

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Arder sirvió, literalmente, como espectáculo de terror moral: marcar el cuerpo femenino como una posesión más del Estado, de la Iglesia, de los hombres. 

¿Hasta qué punto tiene esto que ver con un sentimiento religioso y no con un movimiento masculino perfectamente orquestado para vetar a las mujeres de ciertos oficios –como el de la medicina– y ponerlos en manos de los hombres? Tendemos a asociar la quema de brujas con la religión y, sin embargo, la Inquisición no se preocupó tanto de estos asuntos, que consideraba “menores”. La mayoría de las condenas a estas mujeres se produjeron en tribunales civiles.

Tal y como relata Mona Chollet en su exitoso ensayo ‘Brujas’ (2019), “los enemigos políticos de algunos personajes importantes denunciaban a veces a sus esposas o hijas por brujas, porque era más fácil que arremeter contra ellos. (…) Los hombres de su familia raras veces las defendían, cuando no se unían a los acusadores”. Si esto te resulta desconcertante, las acusaciones lo eran aún más: muchas de ellas eran señaladas por ser hechiceras pero también sanadoras. Es decir, lo mismo te echaban un maleficio que curaban a los enfermos o ayudaban a las mujeres a parir. 

Cualquier mujer que destacara podía suscitar la vocación de cazador de brujas. Replicar a un vecino, alzar la voz, tener un carácter fuerte o una sexualidad un poco demasiado libre, ser un estorbo de una manera cualquiera bastaba para ponerte en peligro. Con una lógica familiar para las mujeres de todas las épocas, tanto un comportamiento como su contrario podían volverse en su contra: era sospechoso faltar a misa demasiadas veces, pero también era sospechoso no faltar nunca; era sospechoso reunirse regularmente con las amigas, pero también llevar una vida demasiado solitaria… 

Mona Chollet. ‘Brujas’ (2019)

Destrucción de saber (y la empatía)

Según la historiadora Silvia Federici, autora de ‘Calibán y la bruja’ (2014), la represión de las mujeres en esta época fue clave para el desarrollo del capitalismo moderno, y la etiqueta de “bruja” sirvió para eliminar todo aquello que no encajaba en el nuevo orden patriarcal y productivista. “La caza de brujas fue, por lo tanto, una guerra contra las mujeres; fue un intento coordinado de degradarlas, demonizarlas y destruir su poder social. Al mismo tiempo, fue precisamente en las cámaras de tortura y en las hogueras en las que murieron las brujas donde se forjaron los ideales burgueses de feminidad y domesticidad”, escribe Federici.

En ese contexto, las mujeres que conocían remedios naturales, que asistían partos, que sabían cómo aliviar un cólico menstrual o cómo cortar una hemorragia tras el alumbramiento, pasaron a ser vistas como una amenaza. En un mundo que empezaba a medicalizarse, los saberes tradicionales ya no eran bienvenidos. Y menos si estaban en manos femeninas.

Hasta el siglo XV, la atención del embarazo y el parto estaba en manos casi exclusivamente femeninas. Las comadronas ayudaban a parir y eran una figura de referencia en temas de fertilidad, lactancia, abortos, anticoncepción y salud sexual. Este conocimiento se transmitía de generación en generación y estaba profundamente enraizado en las comunidades. 

Parteras y curanderas: guardianas expulsadas del poder

Cuentan la activista Barbara Ehrenreich y la periodista Deirdre English en su ensayo conjunto ‘Witches, Midwives, and Nurses: A History of Women Healers’ (1971), que, a lo largo de la historia, fueron las mujeres las que ocuparon roles de sanadoras, enfermeras, consejeras, farmacéuticas, abortistas. Con los avances y la institucionalización de la medicina, la figura de la comadrona fue desplazada para dejar paso a hombres con formación médica.

Se percataron las autoras de que, aunque las mujeres seguían estando en el sistema sanitario, lo hacían preferentemente desde posiciones relacionadas con los cuidados: “A las trabajadoras sanitarias se las aparta de la esencia científica de su trabajo y se las limita a las tareas «femeninas» de la crianza y las tareas domésticas, una mayoría pasiva y silenciosa. Se nos dice que nuestro servilismo está biológicamente ordenado: las mujeres son intrínsecamente enfermeras y no médicas”, describen. 

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Durante siglos, las mujeres fueron doctoras sin título, alejadas de libros y conferencias, aprendiendo unas de otras y transmitiendo la experiencia de vecina a vecina y de madre a hija. El pueblo las llamaba «mujeres sabias», las autoridades, brujas o charlatanas. La medicina forma parte de nuestro patrimonio como mujeres, de nuestra historia, de nuestro derecho de nacimiento.

Barbara Ehrenreich; Deirdre English.  ‘Witches, Midwives, and Nurses: A History of Women Healers’ (1971)
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De los saberes populares a la medicalización del cuerpo femenino

Este borrado sistemático que pavimentó el ingreso de la medicina oficial masculina en todas las áreas de la salud femenina desplazando el saber colaborativo, a menudo construido con empatía y sororidad a favor de un modelo tecnocrático, jerárquico y patologizante. Parece lejano, pero seguimos sufriendo las consecuencias: falta de conocimiento sobre el ciclo menstrual, diagnóstico tardío de enfermedades como la endometriosis, infantilización del dolor pélvico, desinterés por saber más el placer sexual femenino. Todo síntomas de un sistema que ha ignorado durante siglos el saber femenino sobre nosotras mismas.

Quizá sea cierto lo que muchas pancartas feministas repiten: somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar. 

  • Desde el siglo XIX, la medicina trató el cuerpo de las mujeres como un ente patológico, irracional e impredecible. Se construyó la idea de que las mujeres no podían entender su biología, que necesitaban ser supervisadas. No parece una idea tan lejana.

  • Muchas de nosotras seguimos normalizando dolores que no son normales. Según esta encuesta (2024) de la Sociedad Española de Contracepción (SEC), el 40% de las mujeres tiene dificultades para hacer vida normal durante los días de regla. Casi la mitad de ellas necesita medicación contra el dolor cada mes.

  • El aborto sigue siendo legalmente restringido o criminalizado en muchos lugares. En los países donde, como España, se recoge la interrupción del embarazo, no podemos cantar victoria. Como dijo Simone de Beauvoir, “no olvide jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para poner en cuestión los derechos de las mujeres”.

  • Partos medicalizados donde la mujer pierde agencia sobre su propio cuerpo y proceso, protocolos hospitalarios rígidos, episiotomías sin consentimiento, intervenciones sin analgesia… ¿Os imagináis a una de esas brujas ejerciendo violencia obstétrica? Yo no.

  • El placer femenino todavía es elusivo para la investigación médica. Recordemos que el clítoris se ha empezado a estudiar, como quien dice, antes de ayer, y que perduran a día de hoy muchos estigmas sobre nuestra sexualidad relacionados tanto con el placer como con el dolor y la fertilidad.

Recuperar lo perdido

¿Es posible arrojar algo de luz que no venga del fuego mortal a esta historia? Si bien no podemos cambiar lo ocurrido –aunque sí echar la vista atrás con perspectiva feminista–, hoy en día resuenan ciertos ecos de esta invisibilización de los saberes femeninos en busca de educación menstrual comunitaria, partos respetados, círculos de mujeres… Una pequeña redención que busca, una y otra vez, cuidarnos las unas a las otras.

Y es que reivindicar a estas brujas no tiene nada que ver con el misticismo, sino con el reconocimiento justo de un patrimonio tan vivencial como práctico de saber sobre nuestro cuerpo que, durante siglos, fue corrompido por violencia simbólica y real.

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